
Rogelio Salmona La memoria del agua
“La arquitectura para mí, ha dicho Rogelio Salmona, es la emanación del lugar y no un objeto sin raíces”. ¿Cuál es el lugar? Una superficie de 177.944 hectáreas, 2.650 metros sobre el nivel del mar y a los pies de los cerros Monserrate y Guadalupe. ¿Cuál es el objeto? Olvidadas nostalgias de don Jiménez de Quesada. Sobre una colina de la que hoy forman parte la Plaza del Chorro y la Concordia, una tarde de agosto de 1538, entrevió el melancólico andaluz cierto parecido entre el paisaje del entorno y su Vega de Santafé de Granada.
La misma semejanza que quiso ver entre la serrezuela de Suba y la Sierra de Elvira, entre las colinas de Soacha y las del Suspiro del Moro, entre los cerros de Monserrate y Guadalupe y los collados que rodean Granada. Arrebatos de alucinación que dieron lugar a una “renacida” Santafé de Bogotá. ¿Y las raíces? Precisamente de “raíces” nos habla Rogelio Salmona cuando insiste en la inminencia de recuperar “la poesía perdida” en el ajetreo cotidiano de la ciudad. Es la suya una convocatoria a revisar las partes del objeto que no llegaron al “lugar” por vía de la “emanación” sino como intromisión forzosa en la poética del espacio. De “poéticas del espacio” también nos habla este hombre que siempre tiene tiempo para compartir con el intempestivo visitante secretos de su oficio. De su oficio, insiste en las múltiples e inextricables vertientes de lo “poético”. Pero, ¿y lo tectónico, tan caro a la esencia de la arquitectura? ¿Es que física y poesía resultan al fin tan fácilmente conciliables?
Para que una cocina nos produzca emoción
“Una vez conocí a un estudiante europeo que quería hacer arquitectura y le pedían alcobas donde dormir, baños donde bañarse, cocinas donde cocinar, pero no le pedían arquitectura. Entonces le dije: mire, lo primero y urgente es resolver los problemas técnicos. Luego de que haya resuelto eso, viene lo importante: el halo poético que va a poner después. Eso es la arquitectura. ¿Qué cómo se concilia lo poético y lo tectónico? En la posibilidad de crear emoción. Una cocina no produce emoción, pero si el espacio resulta adecuado porque hay una armonía entre la persona y lo que la rodea, nos encontramos ante algo que además de servirnos para cocinar, nos emociona. Definitivamente la arquitectura es una acumulación de conocimiento. No se descubre de un día para otro, es el fruto de una evolución. Del mismo modo que para hacer una ciudad es necesario conocerla. Una ciudad no se hace por decreto. Y uno de los grandes problemas de las ciudades colombianas es que sus administradores no saben cómo administrarlas. Los espacios públicos pueden recuperarse por medio de una orden: no se transita más por aquí, se siembran tantos árboles allá, se mejoran los andenes, los sardineles, y es que esa recuperación técnica es posible, pero es necesario dejar atrás el pragmatismo. Semejante abanico de decisiones dura muy poco tiempo, y aún más: no dura”.
Según Gastón Bachelard el alma es una morada donde “no sólo nuestros recuerdos sino también nuestros olvidos están alojados”. No todos los habitantes de Bogotá saben que entre Monserrate y Guadalupe se oculta el nacimiento de un río que alguna vez atravesó la ciudad. “¿No es el exterior, se pregunta Bachelard, una intimidad antigua perdida en la sombra de la memoria?”. Entregar a la luz lo que ahora se pierde en la indiferencia de la sombra, o lo que es lo mismo: construir un gran espacio público en el centro de la ciudad, es el proyecto que hoy, si bien no perturba el sueño de Rogelio Salmona, lo ha puesto a dialogar con una persistente vigilia que no tiene intenciones de parar hasta tano no encuentre cuerpo el sueño. Entre lo más inusitado del proyecto, llama la atención el propósito de sacar a la superficie la quebrada de San Francisco que, como en sus remotos orígenes, volverá a transitar en compañía de la Avenida Jiménez.
“Volver al origen ya es una originalidad. Uno no puede ser original por serlo, sino porque necesita recuperar algo que estuvo en el origen y que se fue perdiendo y desapareció de la memoria. En la nuestra, por ejemplo, una ciudad que perdió la memoria del agua, es decir, la fuerza de su origen. La recuperación del agua es una recuperación de la memoria, que es la recuperación del agua del río, pero también del agua como elemento. Así mismo el acto de salvar el piedemonte no concluye en el espacio arborizado, sino que se extiende hacia el rescate de un fragmento de nuestra geografía que ha sido olvidada y que se está deteriorando. Se trata de volver a recrear la ciudad con la memoria, pues la memoria es, en primera instancia, re-crear. Es el camino de la poesía. Si la dignidad de un árbol depende del esplendor de su fronda, el agua se dignifica cuando corre por encima y ni cuando la confinamos a la oscuridad del subsuelo. No hay razón para que el agua continúe siendo uso exclusivo de las ratas. Lo que proponemos no es el destape de la quebrada de San Francisco sino la construcción de un canal. La parte que quedó enterrada, enterrada quedó. El canal pretende una interpretación de lo que fue y que hoy, en términos prácticos, es irrecuperable. ¿Cómo reaccionará el habitante? La gente es mejor de lo que uno cree. Que la ciudad es sucia porque los bogotanos son sucios, no es cierto. Lo que pasa es que cuando la empresa encargada de recoger la basura no la recoge, la gente echa basura donde ve basura. Si sentimos cierto vandalismo o brusquedad en la ciudad, es lógico porque la ciudad es brusca con los habitantes. Uno, más que gozarla, la padece. Y hay que volver a gozar la ciudad”.
Aprender a terminar en el cielo
Los cerros Monserrate y Guadalupe permanecen a la vista; la quebrada que intenta revivir este proyecto, no. La tierra que conserva la memoria es el agua que se le niega a los sentidos. La razón recuerda, los ojos no ven, el intelecto posee aquello que el espíritu no alcanza a disfrutar. Lo que existió no existe, lo que no existe, existirá. Sólo que la aventura no culmina en la recuperación de la quebrada por la construcción de un canal. Al empeño de mostrar el agua que no se ve, se suma el ánimo de propiciar al entorno visible otras formas de ser “visible”. Mirar, no es ver. “Ver”, por ejemplo, a través de las pendientes es penetrar en la intimidad de desconocidos paisajes.
“Una ciudad como la nuestra se ve de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba. Bogotá no es una ciudad plana, sino que se mueve en varias dimensiones. Su silueta configura esa característica particular que otras ciudades manifiestan a través de cúpulas, torres, tejados, etc… Bogotá contiene todo eso y gracias a sus pendientes, mucho más. Otra cosa es que los significados simbólicos se han perdido. En épocas pretéritas la ciudad estaba conformada por muchos elementos inherentes a la comunidad: la iglesia, el teatro, las plazas, los parques y fundamentalmente la escuela. La ciudad de ahora vive y se crea en función del mercantilismo. Un edificio empieza en una determinada forma y termina cortado igual. Ya ni siquiera sabe terminar en el cielo. Antes el remate formaba parte de una búsqueda y de una composición. No era simplemente un hecho funcional, estricto, rentable. Ahora la arquitectura se he reducido al mínimo de su expresión. Ya ni siquiera pertenece a las bellas artes. Se ha vuelto, como la ciudad, un hecho constructivo que produce dinero. De ahí la justificación de los centros comerciales como lugares de encuentro y esa errática tendencia a identificarlos con el ágora de antes. La ciudad no es eso. La ciudad es espacio público y no espacio cerrado llamado “centro comercial” que sus propietarios pueden clausurar en cualquier momento. Es el sitio de la libertad y su diseño ha de permitir que esa libertad se exprese”.
Es el de estos modernos alarifes, oficio de partera. No paren, hacen parir. Luego del nacimiento, preparan el camino del renacer. Necesitan que emerjan los contornos que aún se refocilan en lo oscuro temerosos de la severa claridad. No les interesa demostrar, muestran. Más que instituir los estamentos de una visión, han concentrado su trabajo en exponerla a la evidencia.
“Lo que hacemos es poner en evidencia, extraer de un anonimato de formas y espacio, segmentos tristes y empobrecidos que todavía el habitante no ha aprendido a contemplar. Propiciarle a la ciudad una mirada en la cual ciertos lugares tradicionales o sitios que potencialmente pueden mejorarse, sean utilizados. Espacios, por ejemplo, como la plazuela del Rosario o el parque frente al Hotel Continental, no están consolidados formalmente, ya sea porque no son amenos o no poseen un diseño arquitectónico o están inmersos en un tumulto de tráfico que impide que uno pueda sentarse a reflexionar. O a evadirse, porque eso también es importante, evadirse de esta maraña de confusiones y cosas mal hechas, que es desorden pero no es caos, pues el caos siempre engendra luz y otros caminos que permiten enriquecer, crear y recrear nuevos espacios públicos”.
Volver al origen es ya originalidad
Alguna vez Jiménez con Séptima fue el corazón de Bogotá. Allí tuvo lugar, entre otras legendarias fundaciones, la primera misa que procuraba formalizar su nacimiento. Un puente unía fragmentos escindidos por la quebrada de San Francisco. A finales de 1996, Jiménez con Séptima es, a un extremo, una calle sitiada por comerciantes de esmeraldas, y al otro, mendigos, enfermos, criaturas en loca carrera hacia el desahucio y en sorda vigilia alrededor de una iglesia. Al fondo (¿al centro, a la izquierda, a la derecha? ¡La ciudad continúa tan desdibujada!), el Parque Santander cómo tránsito permanente de fotógrafos, tragaespadas, comecandelas, segundos mesías y otros profesionales del rebusque. Un proyecto que centra en “volver al origen” el principio de su originalidad, ¿cómo hará para unir las fichas del rompecabezas de esta encrucijada que en otro tiempo fue proclamada la Gran Colombia?
“Jiménez con Séptima posee la particularidad de ser el corazón de la historia de Colombia y no sólo de Bogotá. Tiene una serie de edificios representativos: la Gobernación, el Banco de la República, tres iglesias, más de 20 universidades en sus bordes y, por consiguiente, más de 150.000 habitantes universitarios. La flor y nata de la población bogotana aglomerada durante más de 8 horas diarias en condiciones precarias y sin opciones para recorrer la ciudad. Ahí radica lo fundamental. Nos encontramos ante un campus universitario urbano que necesita transformar ese espacio, no en un punto de tránsito sino en un sitio realmente habitable. Es una población que viene y va, pero que quiere estar: es una suerte de Sorbona en el Barrio Latino en París”.
Si el énfasis del proyecto radica en recuperar ese elemento articulador entre La Candelaria, las universidades, los barrios al norte de la Jiménez y ciertos hitos como la Quinta de Bolívar, la Academia de la Lengua, el Parque de los Periodistas, el Banco de la República, la iglesia de San Francisco, el edificio Pedro A. López o el camino a Monserrate, es porque “nuestra ciudad -comenta Salmona- ha sido planificada a base de planes viales, no culturalmente, lo cual es un error garrafal. Ninguna ciudad del mundo se planifica hoy exclusivamente a partir de esos planes. No significa que los espacios de cultura sean más importantes que los estacionamientos, sólo que es imprescindible reconocerle a ciertos lugares su vocación cultural. Eso tratamos de emprender en la Avenida Jiménez. Construir estacionamientos en el subsuelo, grandes jardines encima y los carriles vehiculares que en verdad se requieren, ni uno más ni uno menos. Si se les da más, se transforman en sitios de invasión, porque los espacios que no se usan se vuelven muladares o almacenes de deterioros. Lo anterior incluye la organización de zonas para ese comercio informal que la ciudad también necesita”.
Aventuras y desventuras del Gran Capital
Se ha insistido en que la preeminencia durante años de una economía promovida por el narcotráfico influyó en la degradación de la arquitectura como arte. “Lo que ha hecho el narcotráfico es acentuar un viejo fenómeno. El gran capital no ha creado espacios públicos, escuelas, lugares de esparcimiento. El Estado, por su parte, lo ha hecho en muy malas condiciones, lentamente. El narcotráfico, en un desesperado afán por blanquear su dinero, empezó a financiar grandes construcciones sin tener en cuenta la ciudad y conminándola, más que a un enriquecimiento de su naturaleza vital. A la fatalidad de un vacío. Sobre la ciudad se han dictado normas, incluso al margen del narcotráfico, con la única intención de favorecer intereses privados. La arquitectura no puede estar al servicio de ese capital que no se ocupa del bienestar social y del que sí debería preocuparse la administración pública”.
“Sucede que la ciudad ha estado en manos de un capitalismo en estos casos salvaje que maneja la planeación y compra y vende a su antojo. Finalmente Planeación está a la zaga de lo que impone el gran capital que cambia la estructura urbana de la ciudad otra vez a su antojo. El narcotráfico es un fenómeno más reciente. El urbanismo a ultranza lo padecemos desde los años 50. ¿Quiénes han sido los urbanizadores? Gente muy importante en la sociedad colombiana, de presidentes a alcaldes para abajo. ¿Qué se vislumbra? La ciudadanía va a tener que reaccionar algún día”.
Apuntes sobre una ciudad desmemoriada
Ha abogado Rogelio Salmona por un habitante hacedor de la ciudad. Ahora hablamos de un proyecto diseñado principalmente por arquitectos, habitantes no menos legítimos, pero condicionados por una estética muy particular. ¿Cómo interviene el resto de la comunidad en ese permanente “hacer”? “Nosotros hemos dialogado con todos los grupos que están en el sector: Plan Centro, Corporación La Candelaria, Banco de la República, universidades, en fin. Lo más inmediato es mostrar el proyecto y divulgarlo entre la población. Ya lo hemos hecho. Hay que informar y oír a la comunidad. Diseñado lo fundamental, los habitantes van a empezar a reaccionar y a mejorar la propuesta. Eso es lo que hasta ahora podemos hacer. Es a la administración a la que corresponde promover debates, cabildos abiertos para que la gente opine sobre qué la va a afectar directamente”.
“Yo soy el espacio donde estoy”, escribió el poeta Nöel Arnaud. Y el filósofo Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mi circunstancia”. Y el arquitecto Rogelio Salmona: “La ciudad y el habitante se condicionan mutuamente”.
“Uno condiciona su espacio y el espacio lo condiciona a uno, eso es lo único que sé. Sucede con el habitante y la ciudad: el condicionamiento es recíproco. Lo importante es que la gente se reconozca capaz de apropiarse del espacio, incluso aunque ese espacio no le pertenezca. La Plaza de Bolívar es mía, aunque yo no sea el dueño. Un habitante que permite la tolerancia hacia los otros, crea condiciones tolerantes. Lo opuesto a esta idea son los conjuntos cerrados, pues no permiten que otros participen de ellos. Reproducen condiciones intolerantes que propagan los gérmenes de una ciudad intolerante. Es un error, a mí entender, que la administración permita la existencia de esas propiedades y espacios públicos privatizados, sin escuelas, sin centros de salud, sin nada en su interior que no haga parte de una concepción egoísta y encerrada en sí misma. Los que habitan estos conjuntos gozan de todos los privilegios de la ciudad y al mismo tiempo, paradójicamente, la rechazan. Es una de nuestras grandes pérdidas democráticas. Fenómeno más dañino que la proliferación del vendedor ambulante. Este ha aprendido a “utilizar” el espacio para vivir mientras que los otros lo invaden con fines menos vitales, lo subutilizan. Pienso ahora en los carros de los congresistas parqueados en la Plaza de Bolívar. Pertenecemos a una ciudad que se olvidó de los niños y de los ancianos, que se olvidó de la gente. Pero a estas alturas de tanta demagogia, las palabras no tienen sentido. Los hechos serán, entre nosotros, la única respuesta”.
Del arte de conmover con un trozo de mármol
Leemos en un poema de Pierre Jean Jouve: “La poesía es un alma inaugurando una forma”. Al arquitecto Rogelio Salmona le hubiera gustado ser poeta. “Sí, yo hubiera querido ser poeta, pero sólo pude llegar a arquitecto”. Al poeta que no pudo ser le hubiera gustado, con palabras, decir, conmover, emocionar. Pero ha debido conformarse, para aliviar el gran peso de su frustración, con herramientas tan pedestres como moles de cemento, ladrillo, hierro, piedra. El arquitecto Rogelio Salmona, sin embargo, ha delineado en el espacio el poema que muy pocas veces acierta a consumar el poeta sobre el papel que un día añoró el arquitecto. Aquellas armas tan escandalosamente “antipoéticas”, le dieron la oportunidad de conmover.
“Eso mismo se le hubiera podido preguntar a Miguel Ángel: ¿Cómo pudo conmover con un trozo de mármol? Si hay algo que nunca engaña, son las emociones. Allí radica la honradez. De las emociones participan la experiencia, el hallazgo del mundo y el reconocimiento de las obras de la cultura universal”.
Si en su momento se refirió Le Corbusier a la arquitectura como una “máquina para habitar”, en el suyo Salmona sortea el tema, aduciendo que la producción de esa máquina es sencilla, “pues comienza y termina en la técnica”, e inmediatamente se lanza a discurrir sobre el “problema cultural”, a su entender, mucho más complejo. “Saber expresar y compartir la poética de un edificio, es ya un hecho que desborda lo que siempre se espera de la arquitectura. El fin de la arquitectura es hacer feliz a la gente. Una ventana expresa toda la poesía del mundo. Alienta los deseos de fuga. Diseñar bien una ventana es tan importante como diseñar una puerta. La puerta es el quicio, la línea por donde uno entra y por donde uno sale. Hay pueblos que lo han entendido muy bien. Ante una puerta los japoneses se inclinan. Para nosotros es un término que invoca el encierro. Un umbral, que es además una palabra hermosa, no significa para nosotros más que un umbral. Menciono apenas un ejemplo, pero se trata en el fondo de girones de cultura y acumulación de experiencias que no disfrutamos porque sencillamente no se nos enseña”.
“Cultura es mezcla y entrecruzamiento. Si yo quiero hacer una plaza en Bogotá y algo me conmovió en una plaza de Guanajuato, las resonancias que eso me produjo, las medidas de ese eco, seguramente se van a adaptar a la circunstancia en la que quiero hacer esa plaza. Luego de ese traspaso, dejo de ser local y comienzo a ser universal. Para eso necesito poseer un profundo conocimiento de lo que soy, de dónde vengo y de lo que quiero ser”.
El fenómeno de los espacios abiertos es esencialmente americano. El clima, la geografía, los grandes espacios ceremoniales y predispuestos a una estrecha relación con el cosmos, tan importante en las sociedades prehispánicas, se degradó en el concurso de la cultura posterior. ¿A qué atribuye esta contingencia Rogelio Salmona? “Cuando en la tradición interviene la mutación abrupta y no la innovación consciente, se produce la ruptura a destiempo y la verdadera tradición desaparece. Hay que saber elegir el momento de la ruptura. Romper conservando lo fundamental y que el paso siguiente sea – y en un oficio como la arquitectura este es el momento más difícil – la defensa de una tradición que a su vez se transforma. De ahí la diferencia entre modificación y transformación. Uno transforma el paisaje y lo va enriqueciendo. El que modifica el paisaje es el que lo destroza. Las palabras “transformar” y “modificar” aparecen en el diccionario como sinónimos, pero la sutileza radica en que trasformar exige conocimiento, mientras que modificar es lo que hace la industria: transforma la materia pero modifica el paisaje”.
Del arte de conmover con un trozo de mármol
Ha reclamado Gastón Bachelard que el acto creador ofrezca tantas sorpresas como la vida. Salmona, por su parte, ha confesado su deseo de elaborar “espacios sorpresivos”. Asumida la arquitectura como acto creador, ¿cómo se manifiestan en su obra aquellos ritos de sorpresa que recubren del mismo misticismo lo arquitectónico y lo vital?
“Especies de espacio tituló uno de sus libros un poeta francés. Especies de espacios alude a rincones siempre sorpresivos. Un rincón es siempre sorpresa. Si la arquitectura crea esos espacios, ya sea por su relación con el entorno o por sus cambios de luminosidad o por las sombras que aparecen, nos encontramos ante la arquitectura que hay que hacer: la que está siempre abierta a la posibilidad de que se produzca la sorpresa. Pero hay una sorpresa que se puede controlar: la que nos asalta en el recorrido. La arquitectura se hace para ser transitada. La pintura se mira y se pasea con la vista; la arquitectura se percibe al andar, se palpa con el cuerpo. Es táctil, visual, sonora, corpórea en su totalidad. Hay una ceremonia de caminar, entrar, salir, hundirse, Teotihuacán es eso. Una ceremonia en que el paisaje no es, sino que entra, sale, aparece, desaparece: son los elementos poéticos que permiten la sorpresa. El encantamiento dispuesto a las transparencias, recorridos, matices, sombras, ruidos, olores. Cada uno lo descubre a su manera”.
Hace poco le pidieron a Salmona una página donde “explicara” una casa. Ahora nos confiesa cómo evadió la perversa encrucijada. “A fin de evitar divagaciones funcionalistas, centré la atención en la resonancia de mis pisadas al entrar. Cómo los cambios de dureza del piso, las variaciones en el paso; atravesar un límite, poner en evidencia un techo con relación a una montaña, una explanada, un árbol. Todo eso crea una aproximación a la arquitectura que no es descriptiva ni limitante. La resonancia que uno guarda en el fondo, siempre queda. Los espacios que uno concibe y protege son los rincones. Toda la casa es un rincón que se tiene en el mundo. Ese rincón es misterioso y siempre hay que descubrirlo. Y como se vive con otros, también a través de eso otros, se descubre. Lo que no descubre uno, lo descubren otros”.
Post scriptum
A Rogelio Salmona el tiempo le ha otorgado múltiples argumentos para vivir la experiencia del regocijo y otras tantas razones para ser feliz. ¿Cómo se las arreglaría si le pidieran seleccionar, entre todos, el mayor goce? “¿Mi mayor goce? Cuando la gente habita, vive y obtiene resonancias de lo que es a través de las resonancias que le he propuesto. Algunos recorridos por arquitecturas islámicas, románicas, o la entrada a un templo de Bramante, me produjeron tal identificación con lo que allí había transmitido el hombre, que siempre me sentí como una prolongación de ese universo. Eso lo entendí como una herencia que debía expresar a mis contemporáneos”.