Carlos NIÑO MURCIA, Arquitecto
Por cuestiones de edición y espacio este texto fue abreviado en el catálogo de la exposición “Latin american in construction, architecture 1955-1980”, en el MOMA de New York, 2015. Acá se publica en su versión completa.
Nuestra arquitectura moderna tuvo su mayor auge entre 1945 y 1960, algo paradójico pues fueron tiempos de gobiernos conservadores y un clima de violencia e intolerancia. La República liberal (1930-46) había intentado modernizar el país, pero la reacción interrumpió ese proceso y muchas reformas políticas y sociales fueron abortadas o deformadas. “La Violencia” arreció con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, fue demencial en los 50s y continuó en la dictadura de Rojas Pinilla (1953-57), sin embargo la arquitectura prosiguió su desarrollo. Ahora la vemos como una “época de oro”, cuando los arquitectos escribieron una importante página de nuestra historia cultural. No sólo hubo grandes maestros, sino que todos hicieron excelente arquitectura y hubo muchos proyectos buenos e importantes, aunque esto no se aplica para la dimensión urbana.
La arquitectura moderna llegó tarde a Colombia, y lo hizo con las revistas, algunos nuestros que habían estudiado en el exterior y los arquitectos extranjeros que vinieron al país. La semilla germinó en el Ministerio de Obras Públicas, la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional (1936) y la revista PROA (1946) para constituir el trípode sobre el que floreció la idea. Además del apoyo gremial de la Sociedad Colombiana de Arquitectos (1934). En 1951, PROA publicó “Arquitectura en Colombia”, un magnífico recuento de Carlos Martínez y Jorge Arango de las obras logradas en tan pocos años, donde sorprende la calidad de las obras, como también su número y cobertura por las principales ciudades y regiones.
La brevedad de este texto permitiría reducir nuestro panorama arquitectónico a dos columnas: el Racionalismo funcionalista y el Organicismo regionalista. Aunque la realidad es por supuesto más compleja, hay arquitectos que, según su evolución temporal o la circunstancia, estarían en ambas modalidades, y obras con aspectos de ambas corrientes. Edificios magníficos como la Imprenta de la Universidad Nacional (1946), el estadio de béisbol en Cartagena (1947) o el Mercado de Girardot (1947), las iglesias de Juvenal Moya (1950s) o muchas obras de Bermúdez y otros, no se pueden encasillar en una sola categoría.
El primer signo de funcionalismo apareció en 1939, cuando Gabriel Serrano publicó en Ingeniería & Arquitectura (1939) la propuesta de Gropius para una arquitectura funcional, como expresión de la nueva civilización universal y acorde con sus técnicas y modos de vida. En el mismo año, Serrano visitó la Exposición Mundial de Nueva York, donde ponderó varios pabellones, como el del Brasil, a la vez que ignoraba el de Finlandia de Alvar Aalto. En sus pocos escritos y sus numerosos diseños, propugnó por una arquitectura esencial que respetara los parámetros funcionalistas. Destacaron en esta concepción Cuéllar Serrano Gómez, Obregón & Valenzuela, Esguerra Sáenz & Samper, Pizano Pradilla & Caro, en Bogotá, Lago & Sáenz y Borrero Zamorano & Giovanelli en Cali, Vieira Vásquez & Dothé en Medellín, y varias más.
Los primeros edificios funcionalistas aparecieron en la Ciudad Universitaria de Bogotá, proyectados en el Ministerio de Obras públicas, como prismas puros en el nuevo campus, por ejemplo el Laboratorio de Ensayo de Materiales y la Facultad de Ingeniería. Años después surgieron los magníficos edificios sobre la carrera décima de Bogotá, desde el hospital de la Hortúa hasta el Centro Internacional, entre el Hotel Tequendama (1952) y el conjunto de Bavaria (1964), que muestran cómo los arquitectos respondieron a la necesidad de sedes operativas para la integración del nuevo capital con la economía mundial. Otro tanto sucedió en las principales capitales colombianas.
En este programa modernizador, la vivienda económica concretó barrios ejemplares: el ICT (Instituto de Crédito Territorial) y el BCH (Banco Central Hipotecario) hicieron el Quiroga (1954), Alcázares (1956), El Polo (1959), el Experimental Kennedy (1969) o Niza (1970), entre muchos en Bogotá y en todo el país. Fueron agrupaciones de casas con senderos peatonales, prados y equipamientos, o edificios multifamiliares en torno a zonas verdes, todos de positiva condición urbana.
En cuanto al urbanismo, desde 1933 el austríaco Karl Brunner propuso para diversas ciudades (Bogotá, Cali, Medellín o Barranquilla) trazados con una forma urbana paramentada y decimonónica -hoy muy apreciados-, pero su labor fue luego rechazada por los jóvenes modernistas. Estos trajeron a Le Corbusier, quien formuló el Plan de Piloto para Bogotá (1950) bajo los parámetros del urbanismo racionalista del CIAM -aunque luego el gobierno de Rojas Pinilla optó por un desarrollo urbano muy diferente- y además acogió arquitectos colombianos en su taller, como Germán Samper y Rogelio Salmona. Al regresar, el primero desarrolló en su práctica elementos corbusianos, el segundo criticó al maestro y fue fundamental en la búsqueda de una arquitectura del Lugar.
Pronto surgió un cuestionamiento derivado del organicismo, desarrollado en nuestro medio como arquitectura del Lugar o topológica. Sin pretender identidades (que se reconociera una “arquitectura colombiana”) rechazó los volúmenes ubicuos implantados en cualquier sitio, clima o medio social, e incitó a considerar el sitio específico del proyecto para conformar un lugar, con formas diferentes al prisma ortogonal y materiales vernáculos cuyas texturas invitaran al tacto y la sensualidad. El rechazo al estilo internacional se apoyaba en el ejemplo de Wright y los escandinavos, sobre todo de Alvar Aalto. El edificio municipal de Saynatsalo (1949-52) resuena en el resurgimiento del ladrillo entre nosotros, empleado antes en las casas inglesas de los años 30s. Con el tiempo esta visión constituiría el tronco principal de la arquitectura colombiana, con notables aportes, sobre todo de Fernando Martínez Sanabria y Rogelio Salmona.
La contraposición entre funcionalismo y organicismo se manifestó en el concurso del colegio Emilio Cifuentes (1959). Ganó un proyecto racional y correcto, aunque intrascendente, pero la propuesta de Martínez Sanabria sorprendió por su relación con las piedras monumentales al frente y sus formas dinámicas y novedosas. Estas ideas concretaron luego magníficas obras en los 60s. En la primera Bienal Colombiana de Arquitectura (1962) el “Emilio” fue distinguido como el mejor proyecto no construido, en tanto que se le concedía el Premio Nacional al edificio de Ecopetrol, de Cuéllar Serrano Gómez, y se premiaba la casa Bermúdez como la mejor residencia.
El debate continuó en la Segunda Bienal (1964), cuyo jurado declaró desierto el Premio Nacional, aunque concedió menciones a la casa Bravo de Guillermo Bermúdez y al conjunto de vivienda económica de Hans Drews. Y de uno de los mejores proyectos de la época y de siempre, el conjunto de El Polo (Bermúdez y Salmona), los jueces señalaron el riesgo del capricho individualista y la dificultad para responder a necesidades masivas por su formalismo y falta de estandarización. Entre muchos proyectos, una réplica a esta inquietud fueron las Torres del Parque (1964-1968), obra magistral que integra las inquietudes organicistas con principios de estandarización, y combina técnicas artesanales, como el ladrillo, con procedimientos industrializados del concreto para edificios de 15 ó 25 pisos. Además no en un prisma simple sino mediante imponentes abanicos de rica plasticidad.
Se hicieron en estos años muchas casas lujosas de altísima calidad, muchas en ladrillo, no solo en el exterior sino también adentro, con diseños que asumen la topografía, las visuales y los espacios en secuencias sensuales y enriquecimiento poético del paisaje. Descuellan las obras de Martínez Sanabria, Guillermo Bermúdez, Arturo Robledo o Jorge Arango, pero las hubo de varios arquitectos y en diversas ciudades y climas. Como también edificios multifamiliares de compleja volumetría y armónica relación con el entorno.
Desde fines de los 60s, en tiempos del Frente Nacional (1958-1974, un pacto entre los dos partidos políticos para turnarse el gobierno), declinó la calidad de nuestra arquitectura. Las grandes oficinas continuaron activas, con proyectos eficientes pero sin el carácter de los anteriores. Los rascacielos de Avianca, en Bogotá, o Coltejer, en Medellín, y muchos edificios de oficinas así lo reflejan. Hubo buenas obras, como la Facultad de Enfermería de la Javeriana (Aníbal Moreno, 1964), resultado de una experimentación con el concreto y las leyes de la estática, más allá del empleo convencional de columnas y vigas en retícula. En general varios proyectos mantuvieron la tradición de sobriedad y buena factura, sobre todo en ladrillo, pero ya eran muchos menos.
Un integrante de la siguiente generación del auge se pregunta por la razón del declive. No lo responde, ni lo hacemos otros y queda pendiente la elaboración colectiva de una respuesta. Es la confluencia de varios factores lo que propició la caída: el predominio de los promotores inmobiliarios y los intereses especulativos, la proliferación de escuelas de arquitectura, la no enseñanza de la historia -tanto de la arquitectura como de nuestra realidad- y la precariedad de la crítica y la investigación. Pero lo que es innegable es que el período entre 1955 y 1980 se consolida la consistencia y calidad de la arquitectura moderna en Colombia. Estos proyectos no se limitaron al lenguaje abstracto de prismas ubicuos sino que respondieron a las especificidades del clima y las variadas geografías, y además alcanzaron logros poéticos. Asimilaron las lecciones de Europa y Norteamérica, para desarrollarlas luego con imaginación y rigor.
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1 Walter GROPIUS, “Arquitectura funcional”, traducción Darío ACHURY, Ingeniería y Arquitectura, # 1- 1939, pp 27-29
2 Juan Luis RODRÍGUEZ, “Fuentes para una arquitectura, el programa arquitectónico de Gabriel Serrano”, Inédito.
3 Juzgaron varios arquitectos nacionales, pero predominaron Gabriel Serrano y Serge Chermayeff, quien actuaba como jurado extranjero.
4 Como el edificio VECOL, 1970-73, Alto Los Pinos (1977), la Casa de Huéspedes en Cartagena (1979) de Salmona, Eucaliptos (Castro Saldarriaga, 1978), Virreyes (Enrique Triana, 1980).
5 Pedro Mejía (en, Arquitectura moderna en Colombia, época de oro, Eduardo Samper, 2000) concluye su breve texto, como casi todos terminamos los nuestros, recordando el final de Macondo y la manida negación a quedar condenados a otros cien años de soledad, a que los futuros Aurelianos se muerdan la cola dado el ensimismamiento provinciano de nuestra sociedad.
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