La academia y Salmona



UNAS POCAS PALABRAS SOBRE ROGELIO (2/3)

Carlos Morales Hendry

Meses después fue una sorpresa saber que había aceptado hacerse cargo de la materia de Historia de la Arquitectura que correspondía a nuestro grupo. Las clases eran entretenidas, serias y cautivantes por el entusiasmo que les imprimía. El texto que escogió para el curso, para nuestra fortuna, fue Saber ver la arquitectura, de Bruno Zevi, de quien jamás habíamos oído hablar. Aprendimos entonces a discutir y debatir, siempre haciendo preguntas con sumo cuidado, casi con horqueta, para evitar la reacción airada de este maestro que, acostumbrado a otros niveles académicos, no podía esconder su asombro ante nuestra ignorancia. No era una reacción falsa, afectada, por impresionar, sino real y profunda, casi angustiada.

En alguna oportunidad se retiró, indignado, del salón de clases. Quedamos perplejos y avergonzados de haber llegado al nivel que había generado esta reacción, y empezamos a discutir entre nosotros. Rápidamente, con los más valientes, formamos una comisión que fuera a explicarle que en realidad no éramos tan brutos como parecíamos, sino que a veces nos era imposible asimilar el torrente de información con que nos abrumaba. Fue grande nuestra sorpresa cuando al traspasar la puerta del salón encontramos que allí había estado todo el tiempo, oyéndonos. Con una gran sonrisa volvió a ingresar y, como si nada, siguió adelante.

No recuerdo qué aprendí en términos concretos durante ese curso, pero sé que a partir de aquel momento descubrí la historia, aprendí a quererla y entendí su importancia como punto de apoyo fundamental para nuestra profesión, en cuanto nos abría nuevos horizontes, nos trataba de crear una mente analítica, rigurosa, y nos hacía entender los porqués en vez de los quiénes o los cuándos.

Tal vez me equivoque al decir que no recuerdo nada concreto. Entré en contacto con el admirable maestro Zevi y aprendí lo que era la tal “arquitectura protocristiana”, que con frecuencia sacaba a relucir Rogelio. Para mí fue un momento culminante del curso cuando un día me eché al agua y me atreví a preguntar a qué se refería cuando utilizaba ese término. La reacción fue inesperada:

–¡Excelente pregunta! –y de la nada se soltó a dar la explicación más prolija que yo jamás hubiera oído.

Rogelio Salmona Fotografía: Paolo Gasparini
Proyecto: Fundación Cristiana

Al poco tiempo nos lo asignaron como profesor de Taller. Nuevamente pasamos por otra maravillosa experiencia. No sólo era una clase de diseño; era también de estructuras, de construcción, de historia. El tema a desarrollar era uno de sus favoritos: un colegio. Pero, otra vez, las preguntas había que hacerlas con pinzas.

Con el ánimo de definir más el tema, cometí la estupidez de preguntarle para qué nivel social estaba destinado el colegio. La respuesta, casi descontrolada, empezó con...

–¿Y eso qué importa? ¡Los niveles sociales no existen para la educación!

De ahí en adelante no cesó una letanía de la cual aún me estoy reponiendo. Barrió el piso conmigo mientras mis compañeros asistían impotentes a la masacre. Todavía me sacudo el polvo.

Otro día algún compañero se atrevió a mencionar que su circulación “remataba” en un determinado espacio o elemento. Esa vez fui yo quien pude asistir a la barrida del piso. Comenzó por...

–Los remates sólo existen en el fútbol, no en la arquitectura –y prosiguió un buen rato con otra serie de coscorrones semejantes. Jamás sabíamos qué iba a pasar. Cuando escribíamos en algún plano “Fachada principal”, se transformaba como si hubiera visto al demonio:

–¡En arquitectura todas las fachadas son principales!

El día de la corrección final el jurado casi me despedaza. En medio de la carnicería, se me acercó Rogelio y me susurró al oído:

–¡Carajo, Morales, defiéndase! No estoy de acuerdo con lo que le están diciendo.

Ese inesperado apoyo me dio ánimo para pelear y, como pude, salí del embate.

Fue en ese curso donde surgió una de las más famosas anécdotas sobre Rogelio. Me consta que es cierta por cuanto sucedió en el Taller que nos dictó. Un compañero nuestro, Jaime Ardila, pertenecía a una familia propietaria de un periódico de Bogotá. De carácter amarillista, lleno de casos criminales, con fotos de abaleados y horrendos accidentes de tránsito, tenía hasta modelo desnuda de doble página en su parte central, ella generalmente voluptuosa y muy dotada de carnes; esa sección se llamaba “el editorial”.

En una de sus revisiones del proyecto de nuestro compañero, Rogelio, bastante molesto por la mediocridad que percibía, le preguntó:

–Aquí no se ve casi trabajo. ¿Qué es lo que usted hace?

A lo cual Jaime le respondió muy seriamente:

–Administro El Espacio, maestro.

Con la respuesta Rogelio se tranquilizó, le brindó algunas orientaciones y le recomendó que debía dedicarle más tiempo al proyecto.

Esa misma tarde se dirigió a la decanatura, donde había varios profesores reunidos, y les contó que tenía un estudiante muy interesante, que realmente entendía de qué se trataba la arquitectura, de administrar el espacio. Cuentan que se desternilló de la risa cuando le explicaron que el “espacio” al cual se refería Jaime era el periódico, que así se llamaba, y en el cual realmente tenía el cargo de administrador de alguna sección. Nunca pudimos saber si tenía algo que ver con los editoriales.

Con el pasar del tiempo me integré a la facultad como profesor y Rogelio se retiró de sus cursos y talleres. Casi no se aparecía por allá. El decano de turno logró una invitación para que un grupo de profesores viajara a Estados Unidos a visitar varias ciudades, y Rogelio fue invitado a formar parte del grupo. Para sorpresa nuestra, al llegar a Estados Unidos se transformó. Como el inglés no era uno de sus fuertes, se convirtió en un ser indefenso, absolutamente dependiente de los demás. Fue toda una experiencia viajar con él, que nos enseñaba a ver, a analizar, a gozar la arquitectura. Las obras de Saarinen, Johnson, Moore, Pei, Rudolph; luego el recorrido por algunas de las obras de Wright en Chicago, Sullivan, Mies; todo fue un banquete de arquitectura, con mayúscula. Pero siempre en español, porque ni una palabra musitaba en inglés.

En pleno calor de verano en Boston, en un parque, quiso comprar un helado. Lo convencí de que hiciera el esfuerzo de pedirlo en inglés, pero lo acompañé al kiosco por si había que salir al quite. Me consta que hizo muchos esfuerzos, todos inútiles, para que le vendieran el tal helado. Muy rápidamente se salió de casillas y exasperado, en su maravilloso francés, exclamó “¡¡Con!!” (¡¡Coño!!), a lo que la niña del kiosco, con una gran sonrisa, le respondió:

–Oh! You want a cone; certainly...

Y valga, ahora que estamos solos, un secreto. En la época de ese viaje, Rogelio estaba en el proceso de diseño de las Torres del Parque de Bogotá. Constantemente miraba y analizaba detalles y materiales, tomaba notas. En alguna oportunidad fuimos a una reunión que nos hizo Serge Chermayeff en su casa, toda en bloque de concreto a la vista, y Rogelio se interesó mucho en ese material y su expresión. Coincidió con que mi familia era dueña de una fábrica de bloques de concreto en Bogotá, la primera que existió, y al regreso le produjimos unas muestras que quería, con colorante integral, para analizar la posibilidad de utilizar el bloque de concreto en el proyecto. Para desgracia nuestra esta opción no cuajó, pero para fortuna de la arquitectura la idea murió. ¿Se imaginan ustedes las Torres en bloque de concreto?

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