La academia y Salmona



UNAS POCAS PALABRAS SOBRE ROGELIO (3/3)

Carlos Morales Hendry

Varios años después fui designado decano de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de los Andes, cargo que desempeñé por espacio de 16 años. Gracias a esa larga permanencia se pudo organizar una serie de actividades que en períodos de corta duración son casi imposibles de adelantar. Logramos, por ejemplo, que cada dos años se celebrara un foro internacional al cual asistían arquitectos de primera línea, de renombre internacional, quienes ofrecían conferencias durante una semana.

La asistencia era muy grande, pues venían estudiantes y profesionales de todo el país. A través de esos encuentros pudimos contar con la presencia de Aldo Rossi (antes de ser Pritzker), Álvaro Siza (también antes de ser Pritzker), Giancarlo di Carlo y Ralph Erskine (a quienes les quedaron debiendo el Pritzker), Oriol Bohigas, Eladio Dieste, Aldo Van Eyck, Teodoro González de León, el mismo Rogelio Salmona (a quien sin duda le quedaron debiendo el Pritzker) y muchos más.

Estos eventos ya son cosa común en todas partes, pero no lo eran a comienzos de los años ochenta. Mas bien era una proeza poderlos llevar a cabo, empezando por la ausencia de internet, las dificultades de conexiones aéreas y por ser una época de mucha violencia en nuestro país, lo cual hacía que algunos no aceptaran la invitación. Pero aparte de las cuestiones logísticas, había otros problemas. El primero de ellos era la escogencia del tema de cada encuentro, lo cual se superaba después de duras discusiones. Lo segundo, tal vez lo más difícil, era la escogencia de los conferencistas, por cuanto había siempre más candidatos que cupos. Solía entonces llamar a Rogelio para que me recibiera y les diera la bendición a los finalistas.

Conociendo su costumbre de llevar la contraria, me presentaba con mucha humildad a su oficina y empezaba a explicarle:

–Mira Rogelio, me dicen que este señor no tiene mayor cosa que decir, este otro parece ser pésimo conferencista, me cuentan que hasta tartamudea. El de aquí tiene una obra muy mala, y el otro no parece tener un mensaje coherente para transmitir.

Así, le terminaba la lista sobre la base de que ninguno servía para mayor cosa. Siguiéndome el juego, me llevaba la contraria.

–Pero Carlos, cómo no vas a traer a éste; vas a ver lo útil que puede ser su visita; y a fulano lo conozco, excelente, cómo lo vas a dejar por fuera.

Y así, en casi todas las oportunidades lograba yo estar seguro de que la escogencia final de conferencistas fuera la más adecuada y contara con la revisión y el apoyo de Rogelio.

En esa época, en asocio con la Editorial Escala de Bogotá, también publicamos el primer libro sobre Rogelio dentro de la Colección SomoSur, que todavía sigue con gran esfuerzo sacando nuevos tomos. Después vinieron otras publicaciones sobre él, pero, con la mano en el corazón, creo que aún falta hacer el verdadero libro sobre su obra.

Coincidimos en otra oportunidad en Madrid, como jurados de la Primera Bienal Iberoamericana de Arquitectura e Ingeniería. También Ernesto Alba Martínez formaba parte del jurado. Después de una sesión salimos a almorzar a un restaurante que Rogelio nos recomendaba. Duramos un buen rato dando vueltas, por cuanto no se acordaba dónde quedaba. Siempre era “creo que por aquí” o “por allá”, hasta que por fin, doblados por el hambre, nos topamos con el lugar. Tan pronto ingresamos nos dijo, señalando en una dirección:

–Ésa es una buena mesa; allí estuve sentado con el rector Gala de Alcalá de Henares.

Un mesero que estaba cerca de nosotros nos miró y, dirigiéndose a Rogelio, dijo:

–Eso es mentira... –a lo cual no prestamos atención.

Insistió el mesero, mirándonos:

–Él nunca ha estado sentado en esa mesa con el rector de la Universidad de Alcalá de Henares –a lo cual le dijimos que ya bastaba. Sin embargo, insistió, con un tono más impertinente:

–Es que el señor está diciendo mentiras. ¡Nunca se sentó en esa mesa con el rector!

Rogelio estaba confundido y bastante ofuscado, por cuanto era una situación difícil de manejar, que supongo jamás se le había presentado. Fue precisamente Ernesto Alba quien reaccionó, indignado, e increpó al mesero:

–Oiga, ¿por qué trata al señor de esa manera? Esto es inaceptable, no puede ser.

Entonces el mesero nos miró seriamente y dijo:

–Jamás se sentaron en la mesa, no lo hubiéramos permitido. Se habrán sentado en las sillas, pero no en la mesa.

Reconfortado Rogelio, pasamos luego un maravilloso rato oyendo los cuentos y ocurrencias del tal mesero, quien resultó ser una verdadera caja de música.

Pero sin duda la anécdota que más gracia me causó fue la sucedida en un restaurante bogotano. Un compañero de universidad, Pacho para este relato, siendo aún estudiante entró a trabajar al despacho de Rogelio. Siempre nos contaba unos cuentos de terror sobre esa experiencia.

–Es que si dibujo las horizontales primero me grita que así no se hace; que debo hacer las verticales primero; si dibujo las verticales primero me grita que deben ser las horizontales. O siempre me está diciendo que piense, que piense, piense...

Contaba Pacho que un día se le colmó la copa, decidió rebelarse, puso sobre la mesa los lápices, escuadras y cuanto tenía, y gritó:

–¡Me largo de aquí!

Rogelio se quedó mirándolo, subió corriendo a su oficina y bajó con un frasquito de píldoras:

–¡Se toma dos al día para tranquilizarse!

Pacho terminó sus estudios, y ya graduado se fue a trabajar a Canadá. Allí duró varios años y, por cosas del destino, terminó en un ashram en Katmandú, en el Valle de los Dioses, vinculado a un monasterio budista. Rara vez sabíamos de él, hasta que pasado un buen tiempo regresó a Bogotá a reunirse con su familia por unas semanas. Lo visité e invité a almorzar. Con una larga barba entrecana, túnica blanca, sandalias y una bolsita colgada al cuello en la que cargaba, según nos decía, todas sus pertenencias terrenales, el gurú irradiando paz, entramos a un restaurante. No nos dimos cuenta de que Rogelio estaba en otra mesa. Cuando él terminó, antes de salir, vino a saludarnos y no reconoció a Pacho, su antiguo colaborador. Los presenté:

–¿Rogelio, te acuerdas de Pacho? Trabajó contigo hace muchos años.

De inmediato se acordó y de manera muy afectuosa le preguntó:

–Pacho, qué bueno verte. ¿A qué estás dedicado?

–A pensar.

–No, en serio, ¿qué haces?

–Pienso.

–¿Cómo así? Nadie puede vivir de sólo pensar, ¿qué es lo que haces?

El gurú se agitó mucho, su paz interior alterada, lo cual parece que no le había sucedido casi nunca, y le dijo de manera cortante:

–Carajo, Rogelio, en su oficina me decía todo el tiempo “¡piense, piense, piense!”, y ahora que estoy pensando, ¡no me cree!

Fueron pasando los años, y los contactos con Rogelio se volvieron menos frecuentes, en parte debido a que iniciamos ISTHMUS, la escuela de arquitectura que ahora dirijo en Panamá, y una buena parte del tiempo estoy alejado de Colombia. Sigo con mi firma desde hace más de 40 años en Bogotá, y eso me permite de vez en cuando sentarme a llamar a amigos tan sólo con el propósito de charlar. Uno de ellos era Rogelio. Pasaban varios meses entre conversación y conversación; pero siempre me decía que estaba enterado acerca de lo que estaba haciendo y utilizaba una palabra que mucho me impresionaba:

–¡Carlos, ésa es mucha tozudez la suya! Descanse un poco.¿

Siempre le contestaba:

–Rogelio, tú no tienes autoridad moral para decirme eso; tú nunca descansas y, además, no fuimos diseñados para descansar –y me respondía con una pequeña risita, entre seria y socarrona:

–Tienes razón.

Cada año nuestra escuela hace un viaje de estudios a distintos lugares. Hace un tiempo se hizo una visita a Bogotá. Le había pedido a Rogelio que recibiera a los muchachos y les charlara un rato. No hubo mejor anfitrión; prácticamente los adoptó, los acompañó a las obras, les explicó todo lo que quisieron. Me comentaron luego los estudiantes que rara vez habían conocido una persona más abierta y cariñosa. Hasta tienen una foto suya colgada en el auditorio de nuestra escuela, todos agrupados en torno a Rogelio.

Y entonces, haciendo memoria, debo confirmar la impresión de estos estudiantes. Rogelio siempre fue afectuoso; a veces entrañablemente. Pero él no quería admitirlo, y siento que era incapaz de aceptarlo. En medio de sus regaños y respuestas a veces duras se encontraba una persona nerviosa, disciplinada, exigente, pero en el fondo cariñosa, siempre buscando cómo sacar lo mejor que cada persona pudiera dar; siempre dispuesto a dar un concepto, una orientación, a dar todo de sí.

Este aspecto de su personalidad fue haciéndose más evidente con el pasar del tiempo; ni su brío ni su agudeza cambiaron; tampoco su incontenible amor por la arquitectura; tan sólo se suavizaron las aristas, y una serenidad que sólo dan los años se fue apoderando de él, el Maestro, en el trato con los demás.

Hace poco más de un año estuve gravemente enfermo y fue necesario intervenirme de urgencia. Cuando me remitieron de regreso a casa, donde tuve que pasar un buen tiempo de convalecencia, una de las primeras llamadas fue la que me hizo Rogelio, él ya bastante enfermo.

Rogelio Salmona Dibujo: Rogelio Salmona
Proyecto: Urbanización Usatama

–Carlos, te tienes que cuidar mucho. No trabajes tanto, no exageres la cosa –a lo cual, como siempre, le contesté:

–Rogelio, tú eres la persona con menos autoridad para decirme eso, pero no tienes idea de lo que me significa esta llamada. Estoy conmovido y, creo, curado... mil gracias.

A través de amigos seguí de cerca su enfermedad. No me atrevía a visitarlo por no incomodarlo o por no contagiarle alguna infección debido a su delicado estado de salud. Por mis viajes, no pude asistir a ninguno de los homenajes que se le brindaron. Una o dos veces que llamé a su casa me contestó su mujer, María Elvira, y en otras dos oportunidades me respondió él directamente. La última vez tan sólo me dijo, con mucha debilidad en su voz:

–Carlos, gracias por la llamada, esto es largo y difícil.

Jamás percibimos en él un momento de vanagloria u ostentación por los reconocimientos que, sobre todo al final de su vida, le fueron llegando. Jamás, a pesar de su capacidad para indignarse frente a lo que consideraba censurable o criticable, le oímos un insulto o un señalamiento injusto hacia alguien. Ese cascarón de severidad y aparente dureza de poco le sirvió en los últimos años para protegerlo de todo el afecto y cariño que tantos quisieron demostrarle; contra eso no pudo defenderse. No tuvo argumentos para rechazarlos y, además, me parece que ya pocos le creían sus rabietas.

Hace algunos días publicaron un artículo en la prensa en el cual citan, de manera textual, una explicación que hizo sobre el edificio de postgrados de la Universidad Nacional, y en algún aparte señala que los espacios tienen límites que a veces rematan en el cielo. ¿Rematan en el cielo? La tal palabrita me trajo a la cabeza un recuerdo y, entonces, una pregunta que, de estar él presente, le haría: “¿Al fin qué, Rogelio? ¿Existen o no existen los remates en arquitectura?”.

Adiós al buen amigo.

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